Joaquinillo

Acorralado. Y no me refiero a la película, aunque la situación se me antoje similar. Solo, perdido y encerrado. Si al menos él estuviera aquí…

 

¿Que cómo le conocí?

Cuando terminé el colegio me costó elegir el siguiente paso. No había sido un alumno destacado en mi etapa de EGB, más bien vulgar tirando a malillo. Vamos, de esos que fumaban antes de tiempo y aprovechaban la mínima oportunidad para escaparse por la ventana de clase, siempre que estuviese en el piso bajo, claro está. Así que no me atraía mucho la idea de ir a la Universidad. La única carrera que me apetecía cursar era la de la vida, y si podía ser ociosa mejor. Un domingo, después de misa, me decanté finalmente por estudiar el módulo de cerrajero, tras la velada amenaza del cura de la parroquia, que ese día gritaba vehemente en su discurso que San Pedro cerraría a los pecadores las puertas del cielo. Yo comenzaba a desconfiar de Dios, pero prefería prevenir futuras adversidades. Esa decisión desencadenaría el consiguiente disgusto de mis padres, ambos con doctorado en sendas disciplinas de Literatura y Derecho.

El plantel de alumnos de la materia era, aparte de problemático, bastante homogéneo, la mayoría ateos sugestionables, salvo unos pocos que mostraban auténtica vocación profesional. El profesor, Don Joaquín, irrumpió en la estancia sigiloso y timorato. Bajito y mal proporcionado, portaba unas gafas de pasta de culo de botella que enmarcaban unos minúsculos ojos de ratón de laboratorio, que aun así se movían vivaces a través de sus dioptrías. Su voz aflautada de presentación provocó la carcajada universal. Don Joaquín enseguida fue objeto de mofa por unanimidad, recibiendo su mote bautismal.

Por el aula sobrevolaban copos de húmedas bolas de papel que se precipitaban en la calva de Joaquinillo, creando neveros que ni se molestaba en derretir. Impávido vertía a diario el soporífico temario. Así fue hasta el segundo mes, momento de inflexión en el que sus hábiles manos comenzaron a actuar. Sus atróficas falanges se movían gráciles y virtuosas, manipulando cerraduras o bien violentando candados. Con aquellos ejercicios de prestidigitación quedábamos embobados. Ningún mecanismo se le resistía, para él los émbolos no tenían secretos. Esa mañana en el recreo nos enseñó a abrir el coche del director del centro.

Para que pudiésemos poner en práctica nuestros recién adquiridos conocimientos, Joaquinillo organizaba excursiones por el barrio las noches de luna llena. Salidas clandestinas todas ellas, por supuesto, aunque con consentimiento escrito de nuestros padres, cuya firma todos falsificábamos. Comenzamos por abordar pisos desalojados, para no violentar innecesariamente a los inquilinos. Nos fuimos animando más adelante con alguna tienda de comestibles con escasas medidas de seguridad. Alguno aprovechaba la tesitura para rellenar su lista de la compra. En los parciales asaltábamos alguna joyería, poniendo a prueba nuestra evolución. En dichas ocasiones no permitía que nadie cogiese nada, aunque en el último cuatrimestre la novia de mi compañero de pupitre apareció luciendo un ostentoso anillo de compromiso con apenas trece años. El tema se puso peliagudo cuando nos animamos con los bancos… por suerte solo un par de alumnos fueron detenidos.

Nada se le ponía por delante. Así era él, apocado en clase y osado e irracional bajo el influjo lunar. Noté que en aquellos escarceos nocturnos me prestaba más tiempo de formación que a los demás. No sé por qué razón depositó su confianza en mí, si ni siquiera tenía gafas…

A final de curso conoció a una mujer que le conminó a operarse de la vista. Ella decía que le quería tal y como era, pero en la intimidad le repetía insistentemente que la inquietaba su fealdad. Jamás volvería a ser el mismo, el remedio fue peor que la enfermedad.  Sus manos dejaron de moverse con brío, se volvieron torpes, incapaces de abrir hasta los más sencillos cerrojos.  Acabaron jubilándole de manera anticipada, porque sin la práctica, su teoría era difícil de soportar.

Tras recibir nuestro título, apenas unos pocos seguimos su estela.

 

Suenan las sirenas de la Policía. Atrapado en el búnker donde se guarda el mayor tesoro nacional. Joaquinillo era un virtuoso de las cerraduras, pero un desastre con las alarmas, y el aprendiz no había superado al maestro en esa disciplina. Incapaz de razonar me aferro a mi amuleto de la suerte, el objeto que Joaquinillo me regaló el día de mi graduación. Acaricio sus patillas tratando de relajarme y se alumbra en la estancia una absurda idea. Al ponerme por primera vez sus gafas, un universo nuevo se abre ante mis ojos. Por desgracia, tengo el tiempo justo para escaparme, adiós al botín.

Quizás ya sea hora de retirarme. Quién sabe, siempre puedo dedicarme a la enseñanza…

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