Güelita


Dieciocho escalones entre cada piso. Cuatro pisos. Más los seis del portal. Los mismos setenta y ocho escalones que asfixian a Fermín intentando subirlos al mismo ritmo que impone su madre. “¿Cómo es posible que suba tan ligera esta mujer, si tiene más de cien años?”. Cien y uno de regalo, para ser más precisos.

-       ¡Vamos, huevón, que no tenemos todo el día y al final llegaremos tarde! Superioridad masculina dicen…

Si no fuera por su aferrado respeto filial y porque apenas puede respirar la recriminaría: “¿no ves que voy cargado con este absurdo traje regional que pesa casi quince kilos? Aunque seguramente ella contestaría: “más pesabas tú cuando te subía y bajaba todos los días a pulso, para llevarte al colegio con medio cuerpo escayolado, ¿o es que de eso ya no te acuerdas?”. Mejor callar, concentrarse en llenar de aire los pulmones y seguir ascendiendo.

Se detiene brevemente en el descansillo del tercero a otear el horizonte. Nubes sedosas de algodón de azúcar envuelven con su tono rosáceo el brillo dorado de un sol que empieza a desperezar, amanecer sonrosado que le regala el viento sur a la Bahía de Santander. “Y encima me hace madrugar para llevarla a la única peluquería que abre a las ocho para hacerse la trenza; dichosa mujer, y coqueta.”

Cuando Fermín llega a la cúspide, el vendaval centenario ha dejado abierta la puerta que da acceso a la casa, en la que desde hace cuarenta y siete años ella vive sola, desde que él se casó y su ausencia se erigió inquilina perenne de su habitación. María mantiene una personalidad impulsiva con perlas de contagiosa jovialidad, independiente y autosuficiente desde que enviudara, lejos de sus orígenes, con un hijo enfermo que apenas atesoraba cuatro años de edad y al que inculcó una educación opuesta a la regia disciplina militar de su marido fallecido.

-       Y qué bien que andes reposando allá lejos, en el cementerio militar de Melilla, que muchos años más me esperes - suele pensar todas las mañanas al despertar, eufórica, aunque a última hora del día se acuerde de él en sus oraciones, y se le empañen los ojos al contemplar su imagen en sepia, anhelando reunirse pronto con él.

Tras recuperar el resuello y deshacerse del traje, depositándolo en el sofá del salón, Fermín no puede evitar que un somero recorrido visual le haga evocar su niñez, antojándosele aquella estancia más pequeña que antaño. Siente de súbito un torrente de emociones y recuerdos que habían sido desplazados de su memoria. Vienen a su mente las tardes de chocolate y bizcochos, correteando inseguro alrededor de la mesa camilla, o bien absorto en las historias y peripecias de su madre, relatadas con su pátina de hilaridad. Atardeceres de castañas asadas en la cocina de leña, concentrado en las enseñanzas devenidas de las experiencias de una mujer que sobrevivía trabajando en casas ajenas de señoritos y una irrisoria pensión de viudedad. Momentos de deberes conjuntos, en busca de un título que la vida le había privado, desdeñando las arrugas que el tiempo le iba dibujando en el espejo.

El título universitario por el que tanto había peleado, con denuedo, y que ahora María estaba a punto de recoger. Hoy por fin era el día, la ansiada ceremonia de graduación. Y qué mejor forma de recogerlo que vestida con el traje regional de su pueblo, consideró tajante desde un principio y allá de aquél que osase convencerla de lo contrario. Aquel fardo con el que había tenido que cargar Fermín los setenta y ocho escalones, complacidos sus brazos con la brillante idea de su madre.

-       ¡Vamos, “pasmao”, que el tiempo apremia! – le rescata un pescozón de sus remembranzas.

Cuando regresan de la peluquería la casa es un hervidero de gente. Casi tres horas después y ayudada en el complicado ritual por la comitiva de mujeres, familiares y amigas, María aparece radiante, elegantemente ataviada con el traje de gala segoviano, coronada con una montera de terciopelo negro y bastón de mando en su mano izquierda. El pleno del Ayuntamiento de su pueblo, ante tamaña celebración, aprobó por unanimidad regalarla el atuendo de alcaldesa de las Águedas, tal era el aprecio que sentían por María “La Santera”, como así se la conocía desde pequeña, ya que su padre había tallado en madera todas las imágenes de Cristo y demás Santos que protegían celosamente las casas de los vecinos del pueblo y aledaños.  

Declina la tarde y el astro rey con su fulgor anaranjado se acicala en los amplios ventanales del auditorio antes de sumergirse en el mar embravecido. Entretanto, María desfila exultante al oír su nombre, solemne, restando revoluciones a su particular carácter impulsivo. A algunos les sorprende su indumentaria, pero no a quienes la conocen, sabedores de su pretensión, aquellos que gritan con fervor su mote universitario: ¡Güelita, güelita! Apodo concebido por sus bisoños compañeros de clase, con los que ha compartido tertulias, eventos sociales y algún que otro baile, promoción tras promoción, haciendo frente con osadía a la intransigente diferencia de edad.

Mientras disfruta de los vítores y aplausos, sus pupilas llorosas apenas son capaces de distinguir a los allí presentes. No en vano sus ojos velados por un momento la traicionan y cree reconocer entre los asistentes a todos aquellos a quien conoció en vida, recientes y ausentes, abarcando el elenco desde sus añorados padres y abuelos a Martina, la más pequeña heredera de su estirpe, la última de sus cinco biznietos.

-       ¿Ves canalla por qué aún no puedo marcharme? – se refiere a un apuesto sargento de Regulares de uniforme descolorido que la observa desde la primera fila, en silencio, orgulloso.

Aunque tal vez no sea fruto de su imaginación, tal vez su visión sea cierta, quizás nunca sepamos lo que son capaces de ver los ojos de una heroína centenaria.

Concurso de historias de #heroínas de Zenda

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