La finca de mis abuelos

Odié mi pueblo con todas mis fuerzas.

 

La fotografía de la finca de mis abuelos, guardada en el desván de mi memoria, se ve velada y desfigurada en el mismo momento que advierto sus paredes blancas descascarilladas, huérfanas de la cal que cada verano aplicábamos concienzudamente después de removerla con un palo en un bidón de gasolina. Puertas desmaquilladas, corroído su metálico cutis por el óxido en su declive, me franquean el paso.

 

En la penumbra se advierten cántaras de leche abolladas, relegadas en una pila reseca y agrietada. Se intuyen sacos de pienso apilados en el molino, que ya nunca más servirán de alimento al ganado, relegados a ser cobijo de ratas y sustento de sus camadas. Roedores que se han adueñado de los establos, campando a sus anchas.

 

Lejanos quedan los recuerdos de unos críos, señalados con postillas de caídas y peleas, correteando por los pasillos de las cuadras de ordeño, recriminados a oídos sordos por mi abuelo. Cierro los ojos y aún puedo escuchar el pretérito eco de los mugidos en el establo, mientras escapábamos raudos por el camino de tierra.

 

El crepúsculo tiñe de rojo el devastado huerto. Recuerdo otros atardeceres, tan intensos que coloreaban de púrpura la aleatoria dicotomía blanquinegra de las vacas, mientras pacían impasibles las alpacas desperdigadas. Aquellas mismas moles de paja, que un pequeño enclenque como yo apenas podía levantar, agarrándolas vanamente de las cortantes cuerdas negras. Arrebolados ocasos que invadían la huerta, tiñendo de grana los girasoles, cíclopes encarnados de ojos yermos y pestañas vistosas. 

 

Y allí estábamos nosotros, observando el decadente día sumergidos en la balsa de agua, empapados de un verano que se nos escapaba de las manos, de una infancia a la que el otoño modularía a grave su tono de voz y que dejaría caer de sus ramas las primeras hojas de nuestra inocencia.

 

El final del estío daría paso al éxodo rural, deviniendo en estudiante con ínfulas de grandeza que sucumbía devorado por los encantos de la ciudad. Meses de recriminaciones, de incomprensión mutua, de mis actos pueriles de irreflexiva maldad. No volvería a pisar estos parajes, acusado de sacrilegio por mi propia familia, pagano de vicios de capital.

 

Y años después, el Notario me traslada mi condición de albacea, la finca de mi niñez queda de herencia al nieto de la discordia. Tal vez formara parte de su castigo, sabedores de unos remordimientos que pesarían más que los reproches.  Al margen queda el resto del árbol genealógico. Por qué yo, susurro, por qué nosotros, Miguel, pequeño mío.

 

Aprietas mi mano y me preguntas por mis abuelos. Contemplo el terreno baldío donde antaño brotaban primaveras. No tengo palabras que ofrecerte, porque se me ahogan conmovidas y trastabilladas en la garganta. Y tú te recreas intentando escalar la mustia higuera, que cansada de esperar enjugó sus lágrimas colmadas de brevas.

 

La desolación me quema cual hereje en el cadalso. Se hace presente tu ausencia, abuelo. Regresé al redil demasiado tarde.

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