Al otro lado del escenario

Suenan atronadores los aplausos al final de la actuación y no puedo evitar acordarme de aquellos otros, más moderados, en mi primera interpretación ante mis compañeros de clase.

Andaban impacientes a principio de curso nuestras palmas de las manos, aún reminiscentes de las carantoñas de “Doña Tecla”, aquella estirada y pizpireta regla que manejaba con brío Don Tomás para encauzar la conducta y educación de sus alumnos de EGB. Pero por sorpresa, el director del colegio nos contó que la pintoresca pareja se había jubilado y manos, orejas e incluso traseros respiraron aliviados. A su lado, tu rostro se mostraba sonriente en espera de ser presentado.

No tardaste en encandilarnos con tu gracejo y desparpajo gaditano, tan disonante del crudo clima castellano. En poco tiempo conseguiste que volara nuestra imaginación, que coronáramos cerros que se nos antojaban cimas en improvisadas excursiones en las clases de Naturaleza. O leyendo un libro de aventuras tumbados en la hierba del parque. Y de repente un día, nos hablaste del teatro…

Continúa la ovación y me recuerdo ataviado de Quico, el príncipe destronado, impostando la voz y disimulando de rodillas mi elevada estatura, evitando a su vez sacar dos cabezas al resto de personajes. Cierro los ojos y aún percibo sus risas y posteriores elogios al terminar la escena.

El niño devino en el pretendiente Petruchio, de bigote incipiente, que a fuerza de ensayos y ejercitar la memoria logró conquistar a la fierecilla domada. Los nervios tras bastidores se tornaron en incredulidad y desaliento, cuando no acudiste al estreno de la función de fin de curso.

No regresarías, ni en séptimo ni en octavo. Quedaría tu huella marcada con tiza invisible en la pizarra, con una fecha que siempre acudiría a mi memoria con su acento afrancesado, mille neuf cent quatre-vingt cinq.

Se cierra el telón y en íntimo silencio agarro tu mano, en una caricia que rezuma reconocimiento y orgullo. El caprichoso destino, en su faz dichosa, propuso años después que se cruzaran nuestros caminos.

Aún queda vivo el amor que me transmitiste por el teatro, aunque quedaran añorantes mis pies al otro lado del escenario.

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