Storie de Navidad


Se escapará furtivamente en cuanto se duerman sus padres. Le han prohibido salir esta noche, reprochándole su egoísmo y se ha encerrado en su habitación dando un portazo. Odia las reglas, fruto del fervor de su adolescencia y cualquier tipo de reconvención impuesta a su libertad, como ese ridículo toque de queda por culpa del cacareado virus, del que todo el mundo habla y que nadie de su entorno conoce más que de oídas. Hasta han seguido el ridículo protocolo de cenar con mascarillas y ventanas abiertas, para evitar un posible contagio de sus abuelos. Pronto dejará de rendir cuentas a sus progenitores, en cuanto cumpla los dieciocho.

Se descolgará por la ventana de su cuarto como ha hecho alguna que otra vez. Ya se las arreglará a la vuelta, contando con la connivencia de su hermano pequeño, al que tiene amedrentado y que le cubre en sus escapadas nocturnas.

Mientras tanto, lee con desgana el libro del que su apergaminado profesor de Literatura les ha mandado hacer un trabajo durante las vacaciones. Con un poco de suerte la pandemia retrasará la vuelta a las aulas y tendrá algo más de tiempo para acabarlo, ya que no es capaz de concentrarse en las desventuras de ese avaricioso viejo al que visitan unos fantasmas la noche de Navidad. Valiente tontería…

Opta por dejar el libro a un lado y prefiere entretenerse con el móvil. De repente recibe una notificación de Instagram, de un usuario desconocido que le ha etiquetado en una storie. La curiosidad le incita a abrirla. Observa incrédulo una escena en la que aparece un niño que desenvuelve emocionado un montón de regalos, rodeado por toda su familia, en una estancia que no le es extraña. No tarda en identificarse a sí mismo. Pero, ¿de dónde diablos ha salido esa grabación? ¿Quién se lo envía? Intenta acceder al perfil remitente, pero observa con estupor que ha desaparecido. Arroja inquieto el móvil a un lado de la cama y cierra los ojos tratando de serenarse…

 

Una segunda notificación salta de nuevo. Esta vez conoce perfectamente quién la envía. En esta segunda storie aparecen sus amigos divirtiéndose en una fiesta clandestina, reclamando su presencia. Mira el reloj.

   ¡Mierda! Me quedé dormido — maldice mientras se levanta precipitadamente de la cama. 

Aunque el local no queda lejos de donde vive, tarda más de lo previsto en llegar, tratando de no ser apercibido por los controles policiales. Sus amigos le dan la bienvenida colocándole en la cabeza un estrambótico sombrero verde simulando la fisonomía del COVID-19, del que salen apéndices cual trompetas del apocalipsis. Para él el fin del mundo sería acabar aquella noche sin enrollarse con la chica que va disfrazada de monja díscola, que desde que entró se contonea insinuante con su hábito minúsculo.

Quiere recuperar el tiempo perdido con inusitada rapidez, sumergiendo en el alcohol su inconfesable timidez. Baila con desenfreno, se deja llevar por la música, que al ritmo de la bebida resuena en su cabeza. Decide acercarse a ella, pero se siente mareado…

 

Una fuerte sacudida le rescata de los arrebatadores brazos de la embriaguez.

— Chaval, ¿te encuentras bien? — le zarandea un barrendero buscando espabilarle.

Despierta tirado entre botellas vacías, en el exterior del local donde se celebraba la fiesta. No queda rastro de sus amigos ni de la joven novicia con la que quisiera haber amanecido.

— Tendría que darte vergüenza, con la que está cayendo. Si fuera tu padre, no te dejaba salir en una buena temporada…

 — Tú lo has dicho, no eres mi padre — le espeta maleducado y ofensivo, mientras se desaferra del agarrón del barrendero y sale del callejón dando una patada a una de los recipientes allí tirados. 

Como invocado por aquellas palabras, su móvil le avisa de una nueva notificación, en la que el usuario de su padre le etiqueta en una historia. Si él apenas utiliza la aplicación… La storie reproduce una habitación sombría, que reconoce con dificultad. Los trazos le dibujan el contorno del mismo salón del primer video. Su madre y él se hayan sentados alrededor de una mesa repleta de ausencias y de silencios. De fondo se escucha el discurso navideño del Rey, pero no hay adornos que atestigüen tan señaladas fechas. El rostro de su madre aparece demacrado, sumido en la tristeza. Sus ojos surcados de lágrimas negras apenas le miran, y cuando lo hacen parecen recriminarle algo, que él no acierta a averiguar, pero sí a intuir. Las imágenes se interrumpen. Trata de volver a verlas, entra en el perfil de su padre, pero no consigue encontrarlas.

Sin darse cuenta se encuentra a la entrada de su casa. Se detiene a prudente distancia. De una de las ventanas, que aún se mantiene iluminada con las luces navideñas, se asoma la cabeza de su hermano, que solícito le espera, impaciente su mirada y angustiado por la tardanza, esperando la señal para abrirle la puerta trasera. Para su sorpresa, la consigna no llega. En cambio, se muestra impasible y girándose por completo, comienza a caminar en sentido opuesto, alejándose poco a poco de su hogar. Vaga por las calles sin rumbo fijo, haciendo caso omiso de las llamadas, cargado de una súbita e irreconocible responsabilidad, con los ojos vidriosos, aterido de frío, hasta caer finalmente rendido…


— ¡Vamos, perezoso!, ¿no piensas bajar a abrir los regalos? ¿O sigues enfadado? Venga, cariño, no seas terco y rencoroso. Te esperamos.

Aturdido, abre los ojos ante los golpes en la puerta y tardan en acomodarse sus pupilas a la opaca oscuridad, acertando a duras penas a encender la luz de la mesilla. Encima de su regazo descansa el libro abierto. Alcanza el móvil, que le reclama con multitud de mensajes y llamadas perdidas de sus amigos.

— Esta noche se salvó la monja, pero no lo hará en Nochevieja — piensa aún confuso, tratando de consolarse. 

 Al tiempo salta un aviso en su móvil de una cuenta extraña. Sorprendido y en parte atemorizado, lo desecha inmediatamente.

— O quizás no merezca la pena ir… 

 


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